Los humanos tendemos a atribuir inteligencia o motivación a cualquier cosa que nos encontramos. Es normal: es lo que conocemos (nosotros somos así) y nos hace más sencillo y llevadero existir que asumir que hay un montón de azar en torno nuestro. También lo hacemos con los virus, pero es un error.
Cuando un virus muta, no está pensando “muahahaha esta va a ser la mutación definitiva con la que lograré esquivar a esos malditos anticuerpos”. De hecho, pues no está pensando absolutamente nada. La oportunidad de mutación se produce en cada infección, especialmente en ciertas ocasiones:
Scientists believe that the extensive changes in Omicron and in the Alpha variant that originated last autumn in England are the result of long-term infection in an unidentified individual whose immune system is compromised through disease or medical treatment — an “evolutionary gym” as Peacock put it.
Algunas de estas mutaciones, o combinaciones de las mismas, resultan en una nueva configuración del virus que le da una ventaja a la hora de infectarse y reinfectarse. Las variantes que dispongan de dicha mutación acabarán imponiéndose por inercia, no por motivo.
Y este proceso se repetirá decenas de veces. Mientras, nosotros sí tenemos intencionalidad: analizamos a nuestro adversario y adaptamos nuestras herramientas cuando pensamos que es necesario. Es lo que hacemos con el virus de la gripe cada año: miramos qué cepas dominan en cada sitio y afinamos el mix de vacunación para la siguiente temporada. Algo bastante posible es que nuestra relación con el SARS-CoV-2 acabe pareciendo a la que tenemos con el virus de la gripe, solo que más estresante porque la tasa de letalidad “pura” de la COVID es notablemente mayor. Es una carrera de obstáculos gradual e imprevisible, en cualquier caso, no una batalla a muerte entre una Vacuna Definitiva y una Variante Definitiva.