En esta dinámica de jugar en comandita, particularmente presente con la Lotería de Navidad pero también con las quinielas futbolísticas u otras formas de juegos de azar, hay otro beneficio encerrado: cuando juegas a la lotería estás participando de un acto común. En eso hay un beneficio intrínseco. En comprar una participación al bar de la esquina, a la coral de aficionados de tu madre, a la agrupación de fiestas del pueblo de tus tíos. Pero también en elegir los números, comentar los resultados, definir victorias, empates y derrotas, incluso en pelearte por qué se hace con el reintegro, si se reinvierte o no para la siguiente ronda. La lotería es un artefacto social, y en ello hay un beneficio intrínseco.
Para los que estamos lejos de nuestra gente y nuestro país, además, es una manera de mantener un vínculo con todo ello. De hecho, en tanto que las loterías en España son por regla general de propiedad pública, incluso en el acto de compra estás financiando servicios estatales. Sí es un impuesto. Pero ¿por qué iba a ser malo pagar impuestos cuando están bien invertidos?
Sumando todo lo anterior, si resulta que por un porcentaje bajo y flexible de tu presupuesto puedes comprar un cisne negro positivo, evitar uno negativo, financiar vínculos comunitarios virtuosos e incluso un poquito algo de los servicios públicos de tu país, ¿por qué no ibas a hacerlo? Sólo si piensas que es más importante el cálculo estricto de coste-beneficio personal, que nunca jamás saldrá a favor de la lotería: el valor esperado no será igual al coste, o el que vende jamás ganaría. Efectivamente, si vendes mil boletos para una rifa de 1.000€ deberás venderlos a un poco más de 1€ por boleto o te quedarás igual que estabas. Lotero y jugador no pueden ganar a este juego a la vez. Pero creo que pretender que eso no lo saben o no lo intuyen los que compran (compramos) lotería es
tomarnos por más crédulos de lo que realmente somos. Creo, en definitiva, que los que sí jugamos tenemos una perspectiva más amplia del juego completo que esta visión estrecha.
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Con mi abuelo paterno jugaba a la quiniela. A él le importaba entre cero y nada el fútbol. Lo que quería era sentarse con su nieto a rellenarla. Y después jugar con él a imaginar futuros si ganasen. Comentar los plenos al quince, los dobles, incluso algún triple caía, etcétera. Si a mi abuelo le hubieran dicho “no, mire, señor, es que la suma de su victoria potencial nunca va a ser superior al equivalente de multiplicar el dinero que se gasta en rellenar esto por la probabilidad de acertar”, mi abuelo se habría reído y le habría dicho “pero qué dice señor si yo lo que quiero es pasar rato con mi nieto”.
¿Quién de los dos entendía mejor este juego y el valor esperado del mismo, mi abuelo o el hipotético comentarista listillo?
Pues eso.