¿Y qué hay de quienes instalaron la infraestructura, las señales, de quienes fabrican hasta la última jeringuilla usada, la última tirita puesta?
Si llevamos hasta las últimas consecuencias la lógica de agradecer a toda aquella persona o entidad cuya participación haya sido necesaria para una vacuna aplicada, al final el agradecimiento se diluye como gotas de tinta en el océano.
La sociedad aparece aquí como una conspiración espontánea, si me permiten el oxímoron: millones de horas, esfuerzos, almas volcadas sobre un único objetivo. Que a mis padres, a los tuyos, a ti mismo les llegue una vacuna. Pero sin una mente directora única que elabore un plan detallado a tal efecto.
No. El mercado, la ciencia, la democracia y la relación entre Estados son los cuatro mecanismos que han interactuado para traernos hasta aquí. Los cuatro sirven para
coordinar voces e intereses sin
desconocer que son contrapuestos. El resultado
no es óptimo, ciertamente. Pero no hay razón sólida para pensar que una alternativa más atomizada, ni tampoco una más centralizada, habría ofrecido uno mejor.
La gratitud se vuelve sistémica. Y, de hecho, sirve para entender mejor el sistema que nos rodea, con su ventaja central: permite esas conspiraciones espontáneas. La sociedad en su mayor esplendor.
Sin embargo, al permanecer de manera acusada al menos para ciertas personas, la gratitud también favorece este mismo funcionamiento.
Muchos cínicos se burlaron de los aplausos al personal médico al principio de la pandemia. “En unos días se han olvidado de ellos”. “Mucho aplauso pero luego se van de fiesta, eh”. Pero yo planteo una hipótesis alternativa: sin ese y otros actos de solidaridad simbólica basados en la gratitud no se habría logrado un confinamiento tan efectivo (aunque tardío) contra el primer pico de contagios. Luego podemos discutir si los confinamientos seguían teniendo sentido o no más adelante, cuando ya entendíamos mejor el virus y debimos haberlo manejado con medidas más finas, menos restrictivas. Pero en ese momento, los aplausos eran una manera.
Aún diré más: la única política pública que ha generado consenso mundial desde el inicio de la pandemia nace de la gratitud. Al menos en parte.
Me refiero a la vacunación prioritaria de personal de salud.
Al primer toque, parece una política estratégica, casi de auto-preservación: primero quieres proteger a la primera línea de lucha contra el enemigo. Pero hay muchas políticas que caen en esa misma categoría y nunca se aprueban. O se aprueban de manera contenciosa. ¿Por qué esta no ha sido puesta en duda por absolutamente nadie?
Yo creo que tiene que ver con la gratitud, la verdad. Con la sensación conjunta de deuda adquirida que hay con el personal médico. Esta gratitud modula la percepción de costes que uno está dispuesto a pagar, relativizando los intereses y sesgos propios.
Un ejemplo más de andar por casa: en el último año en Twitter he discutido en varias ocasiones con personas del mundo médico. Muchas veces, antes de debatirles un punto específico, me tomaba un momento y un par de palabras para agradecerle sinceramente su trabajo. Además de sentirlo sinceramente, de nacerme desde dentro, lo hacía para enmarcar la conversación: mira, podemos tener desacuerdos, pero yo tengo clarísimo que estamos en la misma trinchera y que tú estás en primera línea de la batalla mientras yo comento desde atrás cómo debemos conducir esta guerra.
La gratitud es, pues, un mecanismo que nos ayuda a mantener la ficción necesaria del bien común. La vida en sociedad es una tensión constante entre los intereses inevitablemente contrapuestos que nos habitan, y la necesidad de tramitarlos de manera que no suponga una destrucción de bienestar mayor a su no tramitación. Cuando encontramos algo por lo que agradecer al sistema, o a alguna de sus partes, estamos encontrando algo por lo que vale la pena preservar al menos la parte más virtuosa de su funcionamiento.
* * *
Colombia hoy es, por cierto, la otra cara de esta moneda. El país que habito está inmerso en un conflicto social inusitado. Este conflicto a veces toma formas que implican costes enormes pagados por el conjunto de la población: la destrucción de infraestructuras de transporte público en Bogotá o Cali, así como los bloqueos de carreteras que ahogan a compradores y vendedores.
Muchas voces manifiestan su incomprensión: ¿por qué dañar lo que nos beneficia a todos, particularmente a los segmentos más vulnerables de la población?
La respuesta desde abajo que llega es llamativa, y hay que prestarle atención: “hay muchos lugares del país, muchas familias, que llevan años, décadas viviendo en bloqueo de facto de acceso a bienes básicos”. Lo que están diciendo es: si ahora ustedes se quejan es porque al fin se dan cuenta de lo que sufren otros a los que nunca prestaron atención.
Es una lógica que desemboca en la igualación por abajo, cierto. Pero la respuesta desde arriba, ¿puede ser un “no sean ingratos”, como prácticamente le he leído a algunos líderes?
No lo creo.
La respuesta debe ser que todo el mundo en Colombia tenga, realmente, algo por lo que mostrar gratitud. No sólo en vertical, sino en horizontal: hacia sí mismos, hacia sus pares, hacia la sociedad. Los bienes públicos nunca lo son totalmente en un país en el que el acceso efectivo a los mismos depende enormemente de dónde has nacido, de dónde habitas. Hasta que ese mínimo no se cumpla, la vía para la destrucción seguirá abierta.
Sólo la gratitud generalizada protege la ficción necesaria del bien común.